Palabras de Paula Véliz en la noche inaugural del Salón de Anticuarios. 

La razón por la que hoy estamos aquí tiene que ver con la memoria, ese hilo invisible que nos permite reconstruir partes de una historia, ya sea individual o colectiva, familiar o de una nación.

Los objetos que calificamos como “antigüedades” no son más que testigos presentes que nos sugieren lo singular que fue un determinado periodo de esa historia, y que nos permiten acortar la distancia que tenemos con ese pasado. Son objetos que nos remiten a espacios, costumbres, usanzas y relaciones, y que recrean materialmente lo que ya no podemos ver.

Solo por el hecho de haber sobrevivido al paso del tiempo y, en algunos casos, por sobrepasar la función para las que fueron creadas, estas piezas adquieren un aura de majestuosidad que atrae y fascina.

Y creo que eso es, precisamente, lo que tienen en común la mayoría de quienes exponen en esta quinta versión del Salón de Anticuarios; su fascinación por las cosas con siglos de historia, esas que nos transportan a otros mundos y nos hacen sospechar cómo se vivió en torno a ellas.

Jorge Cifré, destacado anticuario argentino que por más de 30 años estuvo al frente de Della Signoria Antigüedades, una de las más elegantes y prestigiosas casas de antigüedades de Buenos Aires, y que vino invitado a la primera versión de este Salón, en 2008, nos confesó en una entrevista: “El anticuario es un coleccionista pobre. Ante la imposibilidad de quedarte con todas las cosas, no queda otra opción que someter esa pasión. El problema es que la pasión se despierta con todo tipo de piezas, y no con una sola”, decía él.