Conocer cada vez más palabras para nombrar nuestras emociones, su historia, su valor, es fundamental para entenderlas. Pero también podemos inventarlas. Nadie nos lo impide.
¿Sabe usted lo que significa ‘ilinx’? Lo más probable es que no. Porque es una palabra inventada por un sociólogo francés para nombrar ese impulso irracional que a veces nos asalta de hacer algo que no deberíamos, algo inesperado, como abrazar a alguien que no conocemos en la calle o saltarse la cola en un supermercado. Hay emociones que son inequívocas. Como el miedo, los celos, la envidia, la ternura. Pero otras emociones son más inasibles, o más difíciles de nombrar.
Podemos pasar por ellas sin siquiera notarlas, o son tan efímeras que las olvidamos pronto, como lo que sentimos cuando percibimos olor a pasto mojado, o escuchamos a través de una ventana una cierta música que conocemos. También hay emociones que se entremezclan con otras. Cuando sentimos, por ejemplo, expectación, felicidad y miedo al mismo tiempo.
Como ha puntualizado la historiadora de las emociones Tiffany Watts, hay emociones que pueden resultar tan peculiares que no tienen siquiera nombre, como el ‘ilinx’ que ya describimos, o esa emoción que los alemanes llaman ‘gezelligheid’, y que se refiere a ese sentimiento de estar dentro de una casa calentito, con nuestros seres queridos, mientras afuera hace un frío endemoniado.
Nuestra era ha acuñado un término que hace 150 años hubiese sonado incomprensible: ‘inteligencia emocional’, que se refiere a la capacidad de reconocer y nombrar nuestras emociones y las de los demás y actuar acorde. Ha llegado a ser considerada tan importante, que muchos colegios la enseñan en sus aulas. Sin embargo, como hemos visto, hay emociones que no sabemos siquiera cómo nombrar. Y esto las vuelve confusas, misteriosas, inmanejables.
Según Watts, cuando el lenguaje cambia, nuestras emociones pueden variar radicalmente. Basta mirar hacia atrás y ver cómo el lenguaje ha mutado en relación a nuevas miradas culturales y religiosas. Como la palabra ‘nostalgia’. Hasta hace cien años se refería a una enfermedad, cuyos síntomas eran altas fiebres y delirios. Se desataba cuando estabas mucho tiempo fuera de casa. Hoy la nostalgia se refiere a echar en falta algo que hemos perdido, pero también algo que podemos recuperar; puede representar un lugar, alguien, un aroma, una música, puede ser incluso una vía que desata recuerdos, como la magdalena de Proust, pero en ningún caso se refiere a una enfermedad mortal.
Hoy a nadie (espero) se le ocurriría decirle a un homosexual “maricón”, una palabra que se usa para describir a alguien desleal, traidor, cobarde. El sentimiento hacia la homosexualidad ha cambiado y no se relaciona con aquellos comportamientos poco dignos asociados a la palabra ‘maricón’. No solo la forma en que usamos las palabras cambia, sino también su sentido emocional. El gran anhelo de hoy es alcanzar la felicidad.
Sin embargo, en el siglo XVI se aspiraba a la tristeza. Había incluso manuales de ‘autoayuda’ que te daban listas de cosas por las cuales debías sentirte decepcionado y triste. La tristeza era consideraba una señal de fortaleza emocional y te hacía capaz de enfrentar la vida. La felicidad, en cambio, era un sentimiento soso, señal de debilidad. Conocer cada vez más palabras para nombrar nuestras emociones, su historia, su valor, es fundamental para entenderlas. Pero también podemos inventarlas. Nadie nos lo impide.
Hoy, en un accidente de auto del cual fui la principal testigo, escuché a un carabinero decir: “Hay que conificar”. Le pregunté qué significaba. Muy serio me respondió: “Rodear el área de conos, señora”. Ok. Muy bien. Entonces yo, terminando esta columna, me voy a ‘caracolizar’, lo que sea que eso signifique para ustedes.
fuente: RevistaMujer