Cambia, todo cambia, cantaba Mercedes Sosa. Leonard Cohen, al contrario, escribió esto: “Aunque estoy convencido de que nada cambia, para mí es importante hacer como si no lo supiera”. Yo estoy con la primera. Creo en los cambios como oportunidades de crecimiento. Creo en hacer cambios físicos que fuercen cambios internos, como actos psicomágicos. Y creo que cambiar de opinión, de mirada, de forma de ser, es un derecho inalienable.
Pienso en esto sentada en el escritorio de mi nuevo departamento. Acabo de mudarme y en pocos días ya he experimentado esa ensalada de emociones que se arma con todo cambio grande: excitación, miedo, estrés, melancolía, alegría, orgullo, cansancio y, por supuesto, esperanza. Todo revuelto. El mismo acto de cambiar de domicilio supuso para mí una gran prueba a mi autonomía, a mi capacidad de gestión, a mi lado masculino a veces tambaleante. Y aprobé con creces. Ahora viene el otro desafío: mi adaptación al cambio, la aceptación de las nuevas condiciones y, por supuesto, el necesario cambio interior.
Ya me había dicho la astrología que este sería el año de las mutaciones para mí. Y según el horóscopo chino, lo es para todos. 2013, año de la serpiente, augura intensos cambios de piel en el mundo. Grandes transformaciones históricas han ocurrido en años de la serpiente: la caída del muro de Berlín, el final de la Guerra Fría, el ataque a las Torres Gemelas.
Usted puede creer o no en estas cosas, pero estará de acuerdo conmigo en que un gran cambio planetario parece inminente. Yo al menos tengo cada día más incorporada la sensación de que el orden actual está equivocado. De que habría que cambiar demasiados factores para recobrar la cordura, la generosidad, la empatía. Y la historia es la mejor prueba de que los cambios ocurren: la humanidad se balancea como un péndulo en una dirección y luego en la otra. O se enrula como una espiral que pasa varias veces por el mismo sitio, pero un poco más arriba, o un poco más abajo.
Sí, esta vez me puse filosófica. Debe ser porque estoy a un par de días de cumplir cuarenta años y resulta inevitable entrar en estos temas. No me siento vieja ni me deprime tener ya cuatro décadas.Al contrario. Hace poco escribí acerca de la relación con el cuerpo a esta edad, de cómo se hace más fluida, más simple, más linda. Y quiero decir que a los 40 también se reconcilia una con lo de adentro: ya te conoces bien, te aceptas con esos defectos que antes odiabas, aprendes a estar sola y tomas conciencia de lo corta que es la vida, con lo que, oh sí, empiezas a disfrutar de verdad. Pero si hay algo que entiendes cuando tienes mi edad es que todo se puede cambiar. Lo único inmutable es el cambio, decía Schopenhauer, y tenía la razón. A los cuarenta ya sabes bastante de la vida y has vivido todo tipo de experiencias, pero a la vez tienes la certeza de que queda mucho camino por recorrer. Digamos que aún estás a tiempo de cambiar de vida, de profesión, de partido político, de pareja y de amigos, si así lo decides. Y, por supuesto, aún estás a tiempo de transformar tu alma. De comenzar a ser feliz, por ejemplo.
Y lo bello de cambiar por dentro es que ese proceso transforma a su vez todo a tu alrededor. Simplemente porque ya no observas el mundo con los ojos de antes. ¿Cómo cambiar? Buena pregunta. Yo creo que primero hay que desearlo y luego empezar a transformar pequeñas cosas de tu vida, como la hora en que te levantas o el camino que eliges para ir a tu trabajo. Así ejercitas el músculo de la flexibilidad, por decirlo de alguna manera, y te preparas para el paso final: el gran cambio, que requiere de algo que escasea por estos tiempos: coraje.
Imagen: Estudios Creativos Taylor James
Por: Carolina Pulida (Revista Mujer)