A veces la tragedia y el dolor dejan de ser un titular de una noticia lejana y golpean las puertas de los que forman parte de nuestra misma comunidad (colegio, barrio o grupo). «Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡yo no sé!», decía Vallejo. Ya no es -como en el poema- el hombre solo que vuelve sus ojos perplejo ante ese golpe («¡pobre, pobre!», exclama el poeta), sino una comunidad de «afectados» que se moviliza, como un cuerpo que protege uno de sus «miembros». Es un abrazo que no elimina el dolor, pero que lo contiene.
Ahí entendemos que la comunidad es una reunión de seres humanos congregados para enfrentar la intemperie y el abismo que somos. La comunidad es una de las formas del cobijo, del amparo, como lo es la casa, el domicilio. El ser humano no puede vivir al descampado físico, sin un techo y unos muros que lo resguarden. Y tampoco al descampado ontológico, sin comunidad, esa casa grande en la que encontramos refugio, calor humano, cercanía.
¿Pero en torno a qué se constituye una comunidad? Se ha hablado mucho de los grandes relatos que fundan las comunidades y las naciones.
Hemos aprendido, después del siglo XX, que esos grandes relatos, que se transforman en ideologías, pueden ser formas de un narcisismo identitario colectivo muy devastador. Queriendo escapar del abismo, terminamos en un abismo peor. Por eso, las comunidades sanas, no psicotizadas por el miedo y la desconfianza, y no manipulables por tanto, son las que construyen su identidad desde la fragilidad, haciéndose conscientes de esa condición que finalmente, más que una debilidad, puede ser una fortaleza. Sin reconocimiento de nuestra propia fragilidad no puede haber amor, y al sabernos frágiles, descubrimos que la autosuficiencia es imposible. Una comunidad de frágiles es una mucho más sana que una comunidad con liderazgos fuertes y verdades absolutas. Si existe la comunidad, es porque somos carenciales, no nos las podemos solos con la vida, por muy voluntariosos que seamos.
Pero no es una «Verdad» abstracta la que nos salva, sino el afecto, expresado en gestos concretos.
La soledad es fundamental para encontrarnos con nosotros mismos, pero hay soledades y soledades. La soledad sin comunidad es desolación. Y esa soledad, al mismo tiempo, es fundamental y la comunidad debe respetar la intimidad de cada uno de sus miembros como sagrada. Eso distingue una comunidad de una secta.
El permanecer conscientes de la fragilidad que nos reúne es el único antídoto contra toda megalomanía o psicopatía que envenena lo colectivo. Como comunidad de frágiles no escondemos nuestra radical vulnerabilidad humana y podemos recitar juntos esos famosos versos de John Donne «por quién doblan las campanas». En una comunidad, las campanas resuenan fuertemente por ti, por mí… «ti», «mí», pronombres que no son ya fortalezas, sino puertas abiertas. Si nuestra época está enferma de desconfianza, inseguridad y miedo, es justamente por el debilitamiento y destrucción de las comunidades, que son como los bosques. Al talarlos, es más difícil respirar y el desierto avanza. El individualismo enfermizo y el colectivismo asfixiante son las antípodas del sentido genuino de comunidad, que es cuando encendemos una fogata en la noche para resistir al frío y para compartir relatos, no para escuchar como prédica o discurso un solo relato.
Es cosa de alzar la vista: las estrellas en el cielo no están solas, forman constelaciones, pléyades; y, al bajarla, veremos los árboles juntos, comunicándose por las raíces. No hay nada más triste que un árbol solo en un paisaje yermo. Como dice Octavio Paz, para que yo «pueda ser he de ser otro / salir de mí / buscarme entre los otros / (…) los otros que me dan plena existencia».
Cuando un miembro de mi comunidad está sufriendo, lloro con él, pero mi llanto no es el mismo que el llanto del solitario. ¿O acaso no han escuchado nunca llorar a los árboles abrazados cuando arrecia una inclemente tempestad?
fuente: el mercurio