«Me fui a meter en el patio trasero de Chile»
Que maravillosa labor, ojalá en Chile pasaran miles y miles de cosas como éstas, que aporten a través del arte y los oficios, amor y alegría a los que más lo necesitan.
Un día estaba pintando mandalas con mi hijo Pedro y por alguna razón me paré y me metí al computador. Leí una carta de Pablo Walker, capellán del Hogar de Cristo, titulada “No calles”, cosa rara, porque yo no leo ni la pasta de dientes. En la carta él hablaba de la gente que vive y muere en las calles y tres frases me quedaron grabadas: “Al Hogar de Cristo ya no le caben más muertos”, “a Chile no le cabe más indiferencia”, y “a la calle no le caben más injusticias”. Quedé perpleja. Tomé el teléfono y lo llamé: “¿Qué hago?”. “Súmate”, me respondió y me dijo que si lo ayudaba a egresar a una sola persona del Hogar, con eso ganábamos.
Era 2013 y yo venía llegando de vivir siete años en Estados Unidos. Mi marido estudió un doctorado y yo armé una empresa de chocolates gourmet. Me fue super bien y gané harta plata. Seguí con eso acá y de nuevo me iba super bien. Cuando colgué con Pablo, mi marido estaba al frente mío y le pregunté si me podía sumar. “Claro”, dijo él. Yo creo que él pensó que nos íbamos a hacer socios, no que yo iba a dejar los chocolates por el Hogar.
Yo tenía terror porque no conocía ese mundo. Fui criada entre algodones, nunca me faltó nada y me fui a meter en el patio trasero de Chile. Ir manejando desde Vitacura hacia General Velásquez, en Estación Central, y pasar de verde, verde, verde a gris es impresionante. Pensaba dónde estaba yo que no me di cuenta. Llegué el primer día al Hogar de Cristo donde están los viejos con mi hijo Pedro, que tenía cinco años. Lo primero que vimos fue un hombre que no tenía una pata. “Guau, ¿por qué no tiene pata?”, dijo él. Le pareció fascinante y el hombre, en vez de victimizarse, le contó un cuento. Al viejo de al lado le faltaba un ojo y le contó que un cuervo se lo había robado. Pedro lo encontraba todo bacán.
Yo, en cambio, miraba y decía: “¿Qué cresta hago?”. Soy una persona alegre, llena de vida y de colores y caí en un mundo gris. Entonces les propuse pintar mandalas para que los fuéramos poniendo en cada espacio donde había un hoyo o mugre. Así partió un taller. Puse un mensaje en Facebook pidiendo que nos mandaran mandalas y nos llegaron desde Michigan hasta Irán. Cada vez que llegaba alguien los viejos le explicaban que el mandala simboliza la vida.
Llegó un momento en que teníamos tapizado el Hogar de mandalas. ¿Qué hago ahora? Un día en General Velásquez vi un cerro de maderas botadas. Las recogí, las puse en la mesa donde pintábamos y les pregunté qué harían con eso. Les llevé un par de lijas de papel, las trabajaron, puse unas tres o cuatro en Facebook y las vendí caras, porque me parecían una obra de arte. Partí al Homecenter a comprar la primera lija eléctrica. Hicimos cinco más, las vendí y compré una caladora para hacerle hoyos a la madera. Empezaron a aparecer los talentos y los oficios que tenían los viejos. ¡Es tan linda la palabra oficio!
Así armamos Expreso, un taller colaborativo en el patio trasero del Hogar de Cristo. No nos movimos de ahí, porque el lugar de los pobres en Chile sigue siendo el patio trasero. Mi objetivo es que salgan de ahí.
Cada tabla tiene mucho valor agregado y ninguna se vendió por lástima. A la persona que me dijo “yo te compro, pero no te preocupís, quédate con la tabla”, yo le dije “no te preocupís, quédate con tu plata”. No ofendas al viejo y no me ofendas a mí, porque esto es trabajo.
El taller funciona los lunes y miércoles, pero ellos me piden que sea todos los días. Quieren trabajar más y demostrarle al mundo que son secos. Cuando tienes 80 años y sabes que te quedan uno, dos o con suerte cinco años, hay una urgencia.
Cuando empezaron a salir más tablas y ganamos más plata empecé a pagarles 10 mil pesos todos los miércoles. Con esa plata hacen lo que quieran. Lo que más me emocionó fue ver a un viejo salir corriendo a comprarse una prestobarba. Otro un copete, pero un copete rico, no esa porquería que les venden en los clandestinos y que los matan.
Con el tiempo me di cuenta de que es posible transformar la madera que está desechada y al viejo que está olvidado en la calle. Las dos cosas volvieron a recuperar su dignidad y esa persona que tenía barba, un pelo asqueroso y mocos se convertía en el príncipe que nunca debió dejar de ser.
Mi sueño es poder replicar esto en todos lados porque no es difícil. Con muy poco podemos devolverle a una persona su dignidad.
Si tuviera que volver atrás, cambiaría una sola cosa: cuando me sumé como voluntaria debí ser más cuidadosa con mi familia. Debí respetar su derecho a opinar sobre esto.
Hay un viejo que se llama Nelson y fue uno de los huesos más duros de roer. Tiene un carácter de mierda. Él perdió a sus papás cuando era niño, pasó a la calle, de la calle a los rucos -estas cosas con cartones y plásticos donde duermen-, y del ruco al copete. Sólo tenía un hermano con el que había roto. Llegó a la hospedería del Hogar esperando morir. Se fue acercando a Expreso de a poco, con recelo, con mucha rabia, y de repente mostró que era talentoso con la madera. Poco a poco pasó de tomar siete días a la semana a uno sin tomar. Después dos, tres, cuatro. Recaía, estaba a punto de morir y después lo iba dejando de nuevo. Me conseguí el teléfono del hermano y le contaba: “Lleva cuatro días sin tomar”, “hizo una madera”, “hizo una cruz y se la regaló al capellán”. El hermano me contestaba frustrado: “¿Para qué confiai en él si te va a defraudar?”. Hace un año Nelson dejó el copete. Entonces le di una responsabilidad: “De ahora en adelante, tú abres y cierras el taller”, y le pasé las llaves. Hace muy poco sacamos la personalidad jurídica de Expreso y tuvimos que formar un directorio, adivina quién está en el directorio. Esa vez Nelson lo llamó para contarle y su hermano estaba orgulloso de él. Ese día me acordé de lo que me dijo Pablo Walker al principio: “Si me ayudas a egresar a una sola persona, ganamos”.
expresochile.cl
fuente: La Tercera
Autor: José Miguel Jaque