El miedo del hombre hoy en día no es necesariamente a ser atrapado en la jaula, sino a la posibilidad de que esa jaula ya no exista.
Mi amiga Magdalena tiene cuarenta y dos años, dos hijos, un perro, y una vida agitada. Trabaja como asesora internacional en asuntos relacionados con la pobreza. Hace cuatro años que está separada. Los primeros dos, por más esfuerzos que hicimos sus amigas para sacarla de su ostracismo, Magdalena se dedicó aun con más ahínco a su trabajo, viajando de aquí para allá, sin cesar.
Hace tan solo unos meses tuvo su primera cita. Un hombre -entre los varios que habían intentado cortejarla- que le pareció interesante, sin grandes traumas aparentes, divertido, y con quien se rió hasta la madrugada en su primera cita. Luego Magdalena tuvo que viajar y a la distancia la comunicación entre ellos continuó. Magdalena con cautela, y él, más atrevido, imaginando escenarios en los cuales ambos lo pasaban muy bien. Cuando Magdalena regresó habían pasado tres semanas. En el transcurso de ese tiempo ella se había dado cuenta de que el hombre no le atraía lo suficiente, ni siquiera para un encuentro casual. Sin embargo, azuzada por el coro, nosotras, sus amigas, aceptó verlo. El encuentro fue un desastre. El hombre realizado, el hombre encantador, el hombre sin grandes traumas aparentes, se había vuelto un chico de quince años.
Se encontraron en su departamento, y antes de ofrecerle una copa de vino ya le decía que no estaba preparado para una relación sentimental. Magdalena se echó a reír. Qué más se puede hacer cuando el galán, antes de siquiera saber cuáles eran sus intenciones, ya estaba aterrado de establecer cualquier tipo de compromiso, como si Magdalena hubiese tenido la jaula de oro abierta, presta a atraerlo allí y luego encerrarlo.
No estaría escribiendo de esto si, al cabo de unas semanas, a una segunda amiga, Paulina, le ocurrió algo similar. “No puedo”, le dijo esta vez el galán en cuestión. “¿No puedes qué?”, le preguntó Paulina. “No sé, supongo que nada”, replicó él.
Se ha hablado mucho del miedo al compromiso, que ataca sobre todo al universo masculino. Hay varias teorías: el apego a la madre, la necesidad de mantener las opciones abiertas, incapacidad de pasar de la etapa de la pasión a la del amor, inmadurez, etc… Pero hay una nueva modalidad que tiene que ver con la forma en que las mujeres hoy por hoy nos vemos a nosotras mismas. Tal vez ahora las cosas funcionan justo al revés. El miedo del hombre hoy en día no es necesariamente a ser atrapado en la jaula, sino a la posibilidad de que esa jaula ya no exista. La posibilidad de que esa mujer lo que busque no es una relación ahogante, controladora, omnipresente, sino una relación de igual a igual, en la cual cada uno conserva su mundo, su vida, y decide cuándo y cómo quiere compartirla con el otro.
El miedo del hombre hoy, oculto tras el tradicional miedo al compromiso, es el de no estar a la altura de las expectativas de sus pares. A no ser capaz de vivir esa relación de igual a igual, en la que ambos son gestores, amantes, dadores y recibidores. Y ante esa posibilidad prefieren recular.
Es cierto que las exigencias hoy para el hombre son mayores. Las mujeres una vez que deciden asentarse no es porque por fin alguien las haya considerado, sino más bien porque después de haber tenido varias experiencias deciden cuándo y con quién están dispuestas a compartir sus días. Ante ellas, los hombres se sienten comparados y disminuidos. ¿Y qué hacen? Se dan por vencidos, antes incluso de comenzar. Por eso, a través de esta humilde columna, y en nombre de las mujeres del mundo, les envío un mensaje a todos aquellos hombres que se puedan sentir identificados: no nos tengan miedo, somos las mismas de siempre. Solo que ahora sabemos quiénes somos.
Fuente: RevistaMujer por Carla Guelfenbein