«Solo puede haber genuina alegría donde hay un aire puro que respirar, un cielo abierto que contemplar, una tierra donde meter las manos».
En una carta fechada en abril de 1922, Gabriela Mistral le escribe a un colega argentino sobre un artículo escrito por este sobre las ventajas de una escuela al aire libre, para un desarrollo pedagógico pleno. Esta carta debieran leerla los directores de colegio, los profesores, el ministro de Educación y también el de Salud. Es de una actualidad que sorprende, casi 100 años después de haber sido escrita. “Durante mis siete años de profesorado en Los Andes hice siempre al aire libre, bajo un gran parrón del Liceo, mis clases de lectura, recitación, de historia y geografía (…)”. Mistral relata cómo, por esta “osadía”, recibe la burla de algunas de sus colegas, y cómo persistió en su convicción de que la tierra toda es una sala de clases abierta. Concluye Mistral: “Los pedagogos hieráticos se reirán; la gente no libresca, la que ama la vida y está en medio de ella comprenderá”.
En un país con una geografía como la nuestra, con grandes extensiones abiertas y caminables, bosques, parques, montañas, es imperdonable que nuestros niños y jóvenes estén encerrados ya sea por el confinamiento virtual al que la digitalidad ya los había condenado antes de la pandemia o por los confinamientos a los que la peste obliga. Ese doble confinamiento puede tener consecuencias catastróficas, no solo físicas, sino mentales y espirituales. La obesidad mórbida y la depresión ya están aquí, y son tan graves como el covid. Ya el poeta Rilke lo había dicho, al pasearse por un París sombrío y lleno de hospitales y edificios estrechos: “Pues, las ciudades, Señor, están perdidas y deshechas (…)/ Ahí viven seres, mal y penosamente/ en profundos cuartos(…)/ y afuera está tu tierra que vela y que respira/ mas ellos están ahí sin que ya más lo sepan”. Llenamos a las nuevas generaciones de saberes y conocimientos escolares, pero hemos olvidado ofrecerles el conocimiento primero, originario: el conocimiento de su propia tierra. Ese olvido, esa desvinculación de la tierra está, tal vez, en el origen de muchos males de nuestras sociedades y particularmente de la violencia.
“En el principio era la tierra”, dijo Mistral. No el Logos, no la Razón, no la Ciencia, ni siquiera las Humanidades: la tierra. Sin esa experiencia vital de la tierra, fundamental en los primeros años de vida, Ciencia, Humanidades, Educación y también Política no tendrán raíces. La pandemia, que ha traído tantas desgracias y dolor al mundo, tal vez nos esté regalando esta posibilidad: regresar a la tierra. En el encierro nos enfermamos más, nos contagiamos más, pero además nos entristecemos: solo puede haber genuina alegría donde hay un aire puro que respirar, un cielo abierto que contemplar, una tierra donde meter las manos para oler la fragancia del “humus”. Los niños encerrados se están muriendo de a poco. En las poblaciones secuestradas por el narcotráfico, en las ciudades confinadas y hacinadas, en los hogares donde ya no hay niños, sino zombies conectados a algún dispositivo. Otra vez Rilke: “Ahí crecen los niños junto a las ventanas/ y siempre se levantan bajo la misma sombra/ e ignoran que afuera las flores llaman/ hacia un día de sol, felicidad, viento/ y tienen que ser niños, pero niños tristes”.
Hoy muchos estudios muestran los beneficios para el aprendizaje de estar al aire libre. En Europa del norte, muchos colegios han priorizado las clases fuera del aula y al aire libre. Y nosotros, a los que nos gusta tanto imitar a Noruega, Suecia, etc., ¿por qué no hacemos lo mismo ahora? Nuestros confinamientos y el regreso a clases debieran ser pensados de manera distinta que en otros países: es absurdo que, rodeados de naturaleza, no aprovechemos para generar estilos de vida más saludables y conectados a la Naturaleza, que sana todo. Tal vez esta sea la oportunidad de cambiar la escuela radicalmente y de cambiar nuestra forma de vivir, de habitar. Esa debiera ser una política pública con mirada de futuro: una política de regreso a la Tierra.
fuente: El Mercurio