Como nacieron los jardines

A mitad de camino entre la selva, la granja y la ciudad está el jardín. Es naturaleza, pero también diseño. Cultivo y a la vez deleite, porque no es cultivo para el consumo, sino para la contemplación. Allí la naturaleza deja de ser pródiga, pero también deja de ser enemiga. No nos alimenta, pero tampoco nos traiciona con sus peligros. Es una fiera domada que no se cosecha, sino que se recorre —pues está hecho para el paseante— y se admira —está diseñada para la vista—.

Los hubo en el mundo antiguo y en el mundo no occidental (la misma España musulmana conservó y mejoró la tradición de los jardines cuando durante el medioevo europeo los monasterios apenas conservaron los huertos y los herbarios medicinales, es decir, lo útil pero no lo pecaminosamente deleitoso). Si Aristóteles fundó la escuela peripatética fue porque le gustaba recorrer caminando su propio jardín con sus discípulos. Y Epicuro, un filósofo que invitaba a disfrutar de la vida, también impartía sus enseñanzas en el suyo.

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Como casi todo en nuestra cultura (la ciencia, la pintura, la novela y la música), el jardín es hijo del Renacimiento. Y la tradición más fructífera allí fundada fue la del giardino all’italiana, que es el antecedente de los vergeles franceses, alemanes y españoles. Algunos de los más célebres son Boboli, Giusti, Bomarzo y Villa d’Este. Los jardines renacentistas italianos se guiaron por las descripciones que hacía Ovidio (otro epicúreo) en sus Metamorfosis y su ideal era el descrito por Plinio: un sitio para el “otium” —el ocio— contrapuesto al “nec-otium” —los negocios—. Una propiedad de todos los jardines clásicos y especialmente, hoy, de los de China y Japón, es disponer la mente hacia un estado de ánimo contemplativo, bien sea ensimismado, de autoanálisis, o reflexivo, que es el intento de comprender a los demás o al mundo.

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Su variedad inglesa —también llamada georgiana— es unos tres siglos posterior a la renacentista y representa también su crítica más seria e influyente. Los nobles y burgueses ricos del siglo XVIII, en Inglaterra, inauguran una tradición muy distinta a la de los jardines continentales, pues su finalidad es que no parezca un diseño humano, sino un producto casual de la naturaleza. El arte del paisajismo, que allí se origina, es un intento de disimular aquello que es planeado y pensado, de modo que se asemeje a lo espontáneo y natural. Esta fue una respuesta romántica y naturalista al jardín barroco y al iluminista, donde la presencia humana se subrayaba.

En el italiano postrenacentista, sin embargo, y como en todo arte barroco, no se intentan esconder las formas ni el ingenio del hombre. Al contrario, son los verdaderos protagonistas. En la naturaleza no suele haber círculos, y mucho menos cuadrados, triángulos o hexágonos. La geometría es una idealización de las formas imperfectas que se ven naturalmente. Y el jardín barroco privilegia claramente lo geométrico. Cuando introduce temas clásicos o mitológicos, surgen en el paisaje formas que naturalmente son imposibles: árboles y arbustos cúbicos o esféricos, mediante podas cuidadosas, o verdaderos juegos mentales como el laberinto. Las terrazas, las fuentes, las grutas y las pérgolas, las estatuas y los parterres tampoco esconden la intervención humana: la subrayan.

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La aportación española son los parques públicos. Los reyes abren parte de sus cotos privados o de los vergeles de sus palacios para el disfrute de los ciudadanos. Esto produjo una sana imitación en todo el mundo y los espacios verdes públicos son hoy en día —en las mayores metrópolis— una de las partes más importantes y hermosas de todas las ciudades. Nueva York es inimaginable sin Central Park y Madrid sin El Retiro.

Las imágenes de este reportaje, sin embargo, se refieren a la tradición privada. El aristócrata, el empresario, el modisto o el burgués fatigados de una vida dedicada a los negocios, resuelven dedicar también al deleite y la contemplación una parte de sus recursos. Tener un jardín (planearlo, diseñarlo y cuidarlo todo el año) requiere una gran voluntad y un esfuerzo constante. Aquí vemos ejemplos de todos los estilos señalados, desde las formas geométricas del jardín a la italiana, hasta la aparente casualidad del georgiano, o el declive de la villa en colina que entre acequias, flores y fuentes se acerca al olivar. Hasta llegar a la escultura viva del árbol podado a imagen y semejanza de su dueño.

El verano invita a una comida campestre, y el jardín excluye el tráfago exterior: brinda un espacio de intimidad. Dichosos los que dedican parte de sus recursos a construirse un vergel: no solo se unen a una de las tradiciones más antiguas y hermosas del hombre, sino que siempre tienen una buena sombra para tomar el té.

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Revista Vanity Fair