Ni la mejor canción del mundo iguala el poder de la quietud, que tiene beneficios en corazón y cerebro
A menos de un kilómetro de la Quinta Avenida de Nueva York, se encuentra la taberna Burp Castle, con un cartel que dice: “Prohibido gritar. Solo susurros”. El nivel de las conversaciones del local no supera los 39 decibelios (como un aire acondicionado aparatoso). En la otra punta del mundo, un experto en ceremonia del té de la Escuela Urasenke, en Kioto (Japón), se entrega al rito en total silencio: “Nadie habla, nadie domina”. Y en mitad del bosque finlandés, la periodista española Marta Caparrós, becada allí para escribir su segunda novela, se dispone a hacer algo inaudito en su vida anterior en Madrid: salir a pasear un rato sin enchufarse los auriculares.
El silencio puede parecer un capricho inalcanzable. En una sociedad de tertulianos de televisión gritones, donde se compite por llenar los hogares de pantallas, y la timidez se asocia injustamente a caracteres débiles y pusilánimes, bajar el volumen no está de moda. Y pagamos por ello una muy alta factura. “La contaminación acústica se vincula con sordera, problemas de sueño, enfermedades cardiovasculares y trastornos digestivos. También se sabe que los jóvenes que viven en un ambiente de ruido ven alterada su capacidad de memoria y aprendizaje”, avanza Pablo Irimia, neurólogo y vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN).
La OMS publicó un informe en 2011 donde revelaba que 3.000 de las muertes sucedidas ese año en la Europa occidental por enfermedad cardiaca tenían que ver con el exceso de ruido. En España, el 22% de la población está en una situación de riesgo a causa de la carga de decibelios (más de 65 se considera peligroso), según la misma organización. Ya en 1859, la enfermera británica Florence Nightingale escribió lo siguiente en un documento que recoge el historiador Hillel Schwartz en su obra Making Noise: From Babel to the Big Bang & Beyond:“El ruido innecesario es la ausencia más cruel de cuidado que se puede infligir sobre una persona. El ruido repentino es incluso una causa de muerte entre los pacientes niños”.
¿Pero tiene el silencio algún efecto positivo sobre el organismo, más allá de garantizar la ausencia de taladros y motores? El médico e investigador Luciano Bernardi fue uno de los primeros en responder afirmativamente a esta cuestión, con un estudio publicado en la revista Heart. “Estábamos indagando en los efectos de los distintos tipos de música en los sistemas cardiovascular y respiratorio e introdujimos pausas de dos minutos entre los extractos de canciones. Entonces vimos que los indicadores de relajación humanos se disparaban durante estos episodios, mucho más que con cualquier música o que durante el silencio previo al arranque del experimento”. El efecto positivo del silencio, por tanto, funciona por contraste.
Ruido malo, ¿silencio bueno?
Según el investigador y neurólogo Michael Wehr, de la Universidad de Oregón, nuestras neuronas se encienden durante la quietud, de modo que el cerebro la está reconociendo, “no lo vive como una ausencia de inputs”. En la misma línea ahonda la cardióloga y neuróloga Imke Kirste en su trabajo Is silence golden? (¿El silencio es oro?), publicado en 2013 en la revista Brain Structure and Function. La investigación, realizada solo con ratones, demostraba que el silencio, en mayor nivel que cualquier melodía, provocaba la neurogénesis (nacimiento de nuevas neuronas). Si su disminución en el hipocampo conduce al alzhéimer, como muchos expertos señalan, el silencio y el retiro podrían ser un modo de tratar la enfermedad.
El neurólogo Pablo Irimia aconseja, sin embargo, mucha prudencia al respecto (“a partir de la adolescencia, la neurogénesis es tan limitada que tiene poco valor”), pero señala dos evidencias impepinables: el silencio facilita el control de la tensión arterial (baja el riesgo cardiovascular, previniendo, por tanto, dolencias del corazón e ictus) y predispone a los beneficios de una vida reflexiva. “El pensamiento profundo y meditado genera nuevas conexiones entre neuronas. Es decir, una vida intelectual activa, que requiere concentración y, por tanto, silencio, cumple un papel protector en afecciones neuronales. Por ejemplo, ya sabemos que un nivel educativo alto se vincula con un menor riesgo de padecer alzhéimer”, aclara el neurólogo, que aconseja una rutina poco ruidosa y salpicada por momentos de silencio.
“No hace falta aislarse por completo. Basta con vivir una vida normal con especial atención a la calma. De hecho, ningún cerebro humano aguanta el silencio total. Existen cámaras anecoicas que reproducen, en el ámbito médico, lo más parecido al silencio absoluto, y nadie aguanta dentro más de 40 minutos, pues el cerebro siempre está buscando estímulos y si no los encuentra fuera, magnifica el ruido del corazón, los intestinos…”, prosigue el científico.
Viaje al país donde nadie grita
Silencio es leer, pensar a menudo, no dejarse llevar, pararse si es necesario. Pero silencio también es escuchar (cuando se hace para aprender) y situar en primera línea de fuego la reflexión sosegada. “De eso va el zen. De sentir esa calma en todo tu cuerpo y experimentarla cada día”, ilustra el monje Roshi Gensho Hozumi, del templo Tekishinjuku (Japón), en el documental In pursuit of silence(Patrick Shen, 2015). Cuenta cómo el estudiante Greg Hindy cruza en voto de silencio EE UU, de Nashua a Los Ángeles, azorado por el endemoniado ritmo al que le sometían los avances tecnológicos y buscando conectar “con una realidad enmudecida”.
Porque, el pitido constante de un grupo de WhatsApp ¿no es acaso ruido? Depende. “El sonido es un fenómeno físico que llega al oído. Este lo envía al cerebro y lo identifica. ¿Cuándo se vuelve ruido? Cuando se entromete en lo que intento hacer y toma forma de sonido desagradable no deseado”, responde la doctora Arline Bronzaft, psicóloga medioambiental, en el documental americano. Ahora, sea sincero: ¿su móvil emite ruidos o sonidos?
De nuestras decisiones cotidianas va a depender que nos empapemos o no del poder del silencio. Gestos como apoyar los avances no noise (sí, hay gente investigando en secadores de pelo sigilosos), apagar el smartphone o elegir el lugar donde pasar las vacaciones pueden ser cruciales. Y países como Finlandia reclaman su espacio en esta tarea. En 2010, un puñado de expertos en marketingse reunía en un restaurante de Helsinki para idear cómo hacer atractivo al visitante un país mediano y remoto, eclipsado por la vanguardia de vecinos como Suecia o por la histórica grandeza de Rusia. Y dieron con un elemento que hasta entonces nadie se había atrevido a vender como un recurso natural: el silencio.
Ni la frondosidad de sus bosques, la oscuridad hipnótica de sus lagos, las diminutas saunas que salpican sus laderas (abiertas al público… sin nada de ropa, eso sí), el diseño funcional de sus cálidas viviendas o el olor a pescado fresco de la Plaza del Mercado de Helsinki pueden competir con el atractivo de un país callado, tímido, meditabundo, que no por ello resulta hostil, sino todo lo contrario. Noora Vikman, etnomusicóloga de la Universidad de Finlandia, que asesoró al Instituto de Turismo en su campaña sobre el silencio, cuenta por correo electrónico desde un retiro silencioso en la región de Laponia: “Venir a Finlandia es descubrir pensamientos y sentimientos que no son audibles en una vida atareada. Si quieres conocerte a ti mismo, tienes que estar contigo mismo, discutir contigo mismo, ser capaz de hablar contigo mismo”.
Amén de en sus archipiélagos casi despoblados (su número de habitantes es similar al de la Comunidad de Madrid, pero dispersos en una superficie 42 veces mayor), con bicis destartaladas apoyadas en la puerta y pocos bares (o ninguno) a la redonda, Finlandia abraza el silencio en el mismo centro de su capital, un enclave bullicioso de tiendas, con escenario para música en directo, donde tocan grupos de rock incapaces de atravesar con sus guitarras un edificio cercano, la Capilla del Silencio, un templo no religioso insonorizado donde rendir tributo a la ausencia de palabras. Después puede salir a escuchar los acordes de Iron Maiden, pues dos horas de silencio al día es la recomendación del profesor Michael Wehr para un hipocampo satisfecho. En Finlandia, saldará la cuenta con creces.
Otros lugares con un índice de ruido bajo, según la guía de viajes Lonely Planet,son el monasterio de Kartause Ittingen (Suiza), la isla de Iona (Escocia) o Kielder Foster (Reino Unido). Pero recuerde que, tal vez por primera vez, científicos y místicos coinciden: el silencio es, mayormente, una actitud. Por lo que conviene ejercerla con inteligencia. Como escribió el poeta y activista americano Paul Goodman, no todas sus formas suman. “Si existe el silencio fértil de la conciencia, el del que escucha y entiende al que le habla o el de la viva percepción alerta, también hay uno necio y apático, y otro lleno de reproches y resentimiento que vocifera sin palabras y no se atreve a abrir la boca”. Aléjese de ellos.
Fuente: El País