Para todas las madres en los 30, les comparto una carta que escribió Catherine Dietrich, que fue publicada en el Huffigton Post, y que me encontré en el Blog Paraserbella. Creo que es inspiradora y que muchas se sentirán identificadas, y puede ser que les aliviane un poco el cansancio que tiene esa etapa en que sales de ti, y dejas todo por tu hijos.
Acá se las dejo…
Queridos padres treintañeros:
Os veo en el supermercado, os veo en el parque. Os veo dejar a los niños en el colegio, os veo en el metro y en los restaurantes. A veces también me veis e intercambiamos sonrisas fugaces, nos ponemos los ojos en blanco y compartimos un momento de entendimiento.
Pero normalmente no me veis porque estáis ocupados persiguiendo a vuestro hijo por los pasillos del súper, vigilando que no suba muy alto en los columpios, regañándole por haber pellizcado a su hermano, buscando una toallita en el bolso o limpiando el contenido del vaso que se acaba de caer.
Hace unos días estaba en una piscina pública; y si hay una metáfora de lo que es la vida para una madre treintañera, tiene que ser una piscina pública. Ahí estamos: somos los estereotipos que juramos que nunca seríamos, con el agua por las rodillas en la piscina de los niños, los ojos fijos en nuestros pequeños y maravillados con sus payasadas.
Aunque es posible que hayamos ido en pareja o en grupo, nuestras conversaciones van por fascículos, no podemos relajarnos ni un momento. Nuestra concentración está con nuestros hijos. Estamos cansados. Estamos distraídos. Nuestro cuerpo enfundado en un bañador está marcado por las heridas de guerra y ya no es lo que solía ser.
No muy lejos están los exultantes veinteañeros. Hablando con sus amigos, hojeando revistas, mirando Facebook y haciéndose selfies con el móvil. Están descansados. Están tonificados. Son completamente ajenos a lo que se les avecina en el futuro. Ni siquiera nos ven. Y, si lo hacen, se prometen a sí mismos que nunca serán como nosotras.
No pasa nada. Todos hemos pasado por ahí y sabemos de qué va la cosa demasiado bien como para ofendernos.
Está claro, lo que ha pasado es que los treintañeros hemos dejado de pensar en nosotros. Pues no. Es que nosotros mismos no somos lo más importante. Tenemos niños pequeños y durante una temporada no somos la prioridad. Dormiremos (o no) según los horarios de nuestros niños y/o nuestros recién nacidos y/o la combinación de ambos. No nos lavaremos el pelo con la frecuencia con la que nos gustaría.
¿Abdominales? ¿Qué abdominales? No pararemos de limpiar narices, culos y suciedad de las paredes. Nos pasaremos el día cocinando, desde el desayuno hasta la hora de la cena, y no nos levantaremos de la mesa hasta que todo el mundo se haya comido, como mínimo, una cucharada de guisantes. Pasaremos horas arrodillados al lado del váter y leyendo “el último” cuento al borde de la cama.
Seremos bilingües en el idioma de La patrulla canina, La princesa Sofía y Peppa Pigy utilizaremos a estos personajes en amenazas y sobornos o como canguros digitales que cuiden de los niños mientras nos damos una ducha. Nos veremos negociando con terroristas, aunque juramos que nunca lo haríamos. Haremos caso cuando oigamos “cógeme”, “más” o “no quiero” y diremos la frase “¿cuál es la palabra mágica?” más veces al día de lo que creíamos posible.
Así es nuestra vida. Y la verdad es que no es fácil.
Pero hay otra cosa cierta: más allá de los veinteañeros, al otro lado de la piscina, están los que ya pasan de los cuarenta. Están perfectamente descansados. Perfectamente tonificados. Están solos, leyendo un libro tranquilamente. Nos miran con una mezcla de empatía y petulancia. Han estado en nuestro lugar y han pasado por lo mismo y saben que no dura eternamente. Padres treintañeros, los cuarenta son el santo grial. Se acercan los cuarenta.
La década en la que podemos recuperarnos a nosotros mismos.
No es que desee que esta etapa no hubiera sucedido nunca. Aunque hasta ahora los treinta y tantos han pasado como un borrón, también tienen algo de mágico. No volveré a sentir un moflete blandito en el pecho por la noche. Ni a ver cómo me buscan unos bracitos después de una caída. Ni a oler el característico olor a bebé, ni a conjuntar un par de vaqueros con unas deportivas minúsculas. Ni a empujar un carrito, ni a leer cuentos en la cama con un niño en cada brazo. Ni a oír “quiero con mamá” o “¿me ayudas?”.
Sí, se acercan los cuarenta, y van a ser una gozada. Pero no dejéis que lleguen demasiado rápido. Si voy a dejar de pensar en mí durante una década, la maternidad es una buena razón para hacerlo.
Con cariño,
Catherine
Se publicó una versión de este post (en inglés) en Littles Love and Sunshine
Fuente: Paraserbella