Si el mundo fuera tal como nos lo presentan diariamente los medios de comunicación, uno tendería a pensar que no vale la pena seguir en él, y que más valdría arrancarse lo más lejos posible de una nave sin dirección, a la deriva, sin capitán, sin quilla, sin brújula, y con pasajeros desesperados sólo por sobrevivir, aunque sea de la manera más indigna y egoísta. Uno estaría tentado de gritar «sálvese quien pueda», y acto seguido asegurar un número de salvavidas suficiente para uno mismo y sus más cercanos.
Pero, afortunadamente, el mundo no es sólo la alcantarilla global que se destapa todos los días ante nuestros ojos, y este planeta bello y delicado, un milagro de la vida en la perturbadora soledad cósmica, sigue dando vueltas porque todavía hay quienes mantienen encendida la fogata común, en torno a la cual los hombres nos hemos congregado desde los orígenes a contarnos una ilusión que nos una y nos permita seguir viviendo.
No un cuento de hadas, porque la vida es difícil y exigente con cada uno de nosotros, y cada día en la vida de un hombre puede ser tan épica y llena de peligros como la travesía de Ulises para regresar a su querida Itaca. Si no, preguntémosle a los habitantes de la franja de Gaza que tuvieron que enterrar esta semana a varios de sus niños muertos, o a los pasajeros que iban en un bus en Tel Aviv cuando una bomba les estalló en la cara.
Pero no es necesario extremar los ejemplos ni ir tan lejos para darnos cuenta de que los golpes más brutales -esos que son según Vallejo «como del odio de Dios»- pueden ocurrir adentro de nuestra propia casa. Porque ni los cercos eléctricos ni las alarmas sirven para detener o conjurar el peligro, inherente a la existencia, consustancial a ella.
En realidad, muchas veces el verdadero peligro y el peor enemigo -ese que siempre buscamos afuera- pueden estar adentro de esa otra casa que somos nosotros mismos, nuestra interioridad, donde se dan a cada minuto las batallas decisivas entre el amor y el odio, el bien y el mal. Sí, los medios de comunicación han mostrado con eficacia y sistemáticamente el horror, la bestialidad, la violencia que como especie somos. Pero el retrato o la fotografía del mundo hoy está incompleto: vemos la noche, cuando en realidad lo que somos es un claroscuro. Habría que preguntarse por qué los que dirigen las pautas, los que deciden qué se muestra en las pantallas ponen todo el talento y la tecnología de que disponen en fotografiar sólo el lado oscuro de la luna. ¿Es que no hay luz suficiente, no hay humanidad, no hay belleza digna de ser mostrada en todo su esplendor?
Nicanor Parra reescribió una reflexión de Pascal sobre el hombre y dijo que éramos «un embutido de ángel y de bestia». A la bestia ya la hemos visto lo suficiente, sabemos que anda suelta y desbocada por las calles del mundo. Pero, ¿y el ángel, dónde está? ¿Los ángeles no existen? No hablo, claro, de los ángeles rubicundos de una imaginería edulcorada e ingenua, flotando entre nubes vaporosas y en cielos lejanos, en los que no creo. Pero sí he visto y veo todos los días a ángeles anónimos que aparecen en una esquina cualquiera, con una sonrisa que parece no ser de este mundo, que regalan gestos gratuitos, que abren su mano para compartir un pedazo de pan (por duro que esté), que están dispuestos a lanzarse al río a salvar al suicida o que se emocionan con un poema de un autor que ya nadie recuerda.
A esos, Borges los llamó «los justos». Son los «felices pocos», los que hacen posible que el sol vuelva a salir todos los días, los que no quieren salir en cámara, los que aparecen en nuestras vidas en el momento justo para eclipsarse después entre la muchedumbre, los que llegan a auxiliarnos en esos instantes aciagos de la «noche oscura del alma». ¿Cómo no celebrar que existan, que estén aún aquí, en este planeta convulso y milagroso que todavía gira, que no hayan abandonado este barco en el que vamos todos, a la deriva?
Imagen : Rain Room enThe Barbican Centre in London
*Columna por Cristián Warnken en El Mercurio