En contra de la normalidad

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idola

A muy temprana edad mi hijo se dio cuenta de que detestaba el fútbol. Al sonar la campana del recreo todos los chicos corrían a la cancha y no volvía a verlos hasta que esta sonaba nuevamente anunciando el retorno a clases. Al principio fue una experiencia en extremo dolorosa, el aislamiento, la diferencia, la falta de tema a la hora de las conversaciones. Pero poco a poco se armó su propio mundo, un mundo que lo acompañaba en esos largos recreos solitarios.

 

                                                     

 

 

(Olive Hoover personaje de Pelicula Litle Miss Sunshine)

Nunca intentamos convencerlo de que jugara, jamás le sugerimos que debía ser como los demás. La idea de la ‘normalidad’ siempre me pareció sospechosa y destructiva.Estaba segura de que si intentábamos conformarlo al mundo que lo rodeaba, algo esencial se rompería en él, se perdería, algo que más tarde sería su tesoro, su bien.

El afán de ser ‘normal’ no es más que la expresión de nuestra necesidad de ser aceptados por los demás. Desde niños buscamos complacer a nuestros padres para recibir sus halagos y su cariño. Cuando llegamos al colegio, pronto nos damos cuenta de que la mejor forma de ser reconocidos es siendo lo más similares al resto, a quienes tienen mayor aceptación, a los más adaptados. Para qué hablar de la universidad y el trabajo. Aquello que nos hace diferentes se interpone siempre entre nosotros y los demás. Por eso tendemos a ocultarlo, a reprimirlo. Un ejemplo claro de esto es la homosexualidad. En la mayoría de los casos, cuando un niño o niña se da cuenta de que le gustan los individuos de su mismo sexo, vivirá esta diferencia como un martirio, hasta que más tarde, si tiene suerte, se encuentre con otros que sientan como él o ella, y les haga ver que su preferencia es tan natural como la de quienes les gustan los individuos del sexo opuesto. Pero en tanto, con escasas excepciones, habrá sufrido lo indecible, el rechazo de su familia, de sus compañeros, de su entorno. Y todo en pro de la ‘normalidad’.

No hay nada peor que la gente que se autodenomina ‘normal’. Cuales tiranos erigen su propia conducta como una ley aplicable para todo el resto. La sicóloga británica Joyce McDougell lo ha incluso denominado ‘la normapatía’. Quienes padecen normapatía se caracterizan por una extrema rigidez psíquica y un falso yo detrás del cual se oculta su caos interior. Aparecen ante el mundo como superadaptados, pero en el fondo de sí mismos tienen un cúmulo de emociones reprimidas, caóticas, que pugnan por salir a la superficie. Estas personas, para salvaguardar su precaria estabilidad, se transforman en los más estrictos, los más juzgadores, los poseedores de la verdad.

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Romper los límites de la denominada ‘normalidad’ es tan importante como establecerlos. Es evidente que no todo es admisible. La pedofilia, el sadismo o el canibalismo, no lo son, por nombrar algunos de los muchos comportamientos inaceptables. ¿Cuál es la frontera? A mí me parece que un buen criterio de discernimiento es cuando dañas a otro o a ti mismo.

La necesidad de responder a las expectativas del grupo muchas veces pasa por encima de nuestros propios anhelos. Resistirse, no ceder, es un acto de inmensa valentía. Mantener intacta la esencia de nuestro ser no es tan solo una forma de respetarnos sino que también de hacernos valer, de salvaguardar lo que es al fin nuestra mejor carta: nuestra diferencia.

La buena noticia es que el mundo está cambiando y con más y más frecuencia, se entiende que los cambios, las innovaciones, los nuevos modelos que pueden hacer al mundo más justo, más vivible, más eficiente, no surgen de las personas que se han pasado la vida intentando parecerse a todas las otras, sino que justamente de aquellas que han preservado aquello que las hace únicas.

Mi hijo, ahora adolescente, es una de esas personas. Y por eso mi admiración por él es infinita.

 

Por Carla Guelfenbein para Revista Ya